CAPÍTULO UNO, EL CASO NORTON
I
-No estamos en una competencia
por ver quién se gana a la chica, Sir Kingston.
-Por favor, basta de
cordialidades, llámeme por mi nombre.
Practicábamos una danza extraña
mientras nos veíamos el uno al otro con espada y revólver en mano,
respectivamente. Hacíamos círculos caminantes mientras paseábamos la vista a
los alrededores. Una habitación semi-iluminada por una chirriante lámpara de
gas que colgaba sobre nuestras cabezas. Una mesa de té con varias tazas encima
y una tetera justo en el centro, donde me disponía a tomar la merienda. Nunca
supe de verdad por qué acostumbraba a hacerlo, quizá hábitos de relaciones
pasadas.
-Prefiero la cordialidad ante
todo, Sir Henry. ¿Me puede decir dónde se encuentra Mary en estos momentos?
-Usted lo sabe de forma acertada,
Thomas.
-Detective Thomas para usted.-Decía
mientras con mi mano libre prendía un cigarrillo un poco desbaratado por tanto
ajetreo.-
-No es saludable fumar,
“Detective Thomas”.- Dijo en tono burlesco.-
-Su extraña acentuación en mi
nombre me resulta un poco insultante.
-¿Su nombre es un insulto?
-Basta de palabras.
La extraña danza empezó su clímax
en el momento en que presioné mi gatillo. Tomé una bocanada de mi viejo vicio
mientras Sir Henry golpeaba mi mano, esquivando la bala como si fuera una
simple pelota de tenis salida del campo. En medio de su distracción lancé una
de las sillas de mi mesa de té hacia él, le tumbé hacia el suelo levantando una
pequeña capa de polvo y apunté mi arma contra su quijada, mientras soltaba el
humo en su cara.
-¿Dónde se encuentra Mary?-Dije
con una sonrisa de oreja a oreja.
-En la fuente, bribón. –Mientras
escupía hacia un costado.-
-Qué falta de respeto.
Rompí mi camisa preferida, y até
sus manos con una excusa de cuerda hecha con los restos de tela, atrás de su
espalda.
-¿No es más fácil matarme,
“Detective Thomas”? –Dijo, en una interrogación desafiante.-
-No me gusta ensuciarme las
manos.
Como es de suponer, ya sabrán mi
nombre por todo lo acontecido. Pero me presento de nuevo: Mi nombre es Thomas
Arlington, soy detective privado de profesión, (y también por pasatiempo). El
canalla al que acabo de aprisionar se llama Sir Henry Kingston, un disque
noble, alto, de cabellos dorados y mostacho gigante. Siempre usa un saco a
pesar de ser época de verano.
Mary Norton es por quién nos
debatíamos. ¿En realidad era así?
Es una engatusadora que no sabe lo que quiere, y sin
embargo caí en el juego a pesar de estar consciente de ello.
La conocí una noche de juerga con unos compañeros del
club de literatura, hace unos tres años. Distinguidos por ser extraños a la luz
pública, teníamos cada uno un sobrenombre: títulos nobles del antiguo
continente, mayoritariamente empleados hacia finales del siglo XIX. Solíamos
usar un anillo distintivo, el león de siete colas en representación de las
siete artes.
Sir, Chevalièr, Marqués, Barón, entre otros títulos de
culturas entremezcladas que, de alguna forma, representaban los gustos
literarios e ideas extravagantes que volaban en nuestro pensar.
Me apodaban Marqués Arlington; era una estupidez que
nos encantaba. Nos sentíamos poderosos, merecedores de riquezas, de sabiduría,
creíamos que el mundo era nuestro, yo me sentía así. Asegurábamos que la
multitud a nuestro alrededor estaba totalmente ciega, sumida en ideas
superficiales e inventos de belleza barata mientras nosotros teníamos la
verdad. Estaba convencido de que el mundo era mío y que nada podía detenerme.
Pero no fue así.
En medio de la borrachera, se posó en mí una mirada
inusual, perversa y misteriosa, pero también horriblemente hermosa. Era ella,
Mary Norton, invitándome a beber unas copas.
Recuerdo la noche, el olor a sudor impregnado en el
aire, las luces estrambóticas en medio de una música ensordecedora y sus
distintivos olores acompañantes de cigarrillos, alcohol y marihuana. Junto a
algunas otras fragancias picosas que jamás había olido en mi vida.
Luego de varios tragos Mary y yo fuimos a parar a un
lugar solitario, donde nos hicimos de los lugares más escondidos del otro.
Me desperté al otro día en el baño del bar sin
pantalones, la muy maldita me quitó todo. Pero dejó una nota “Si quieres
recuperar tus pertenencias ven a ésta dirección.”
Desde el primer momento supe que Mary no era de fiar,
pero era una engatusadora, como ya lo dije.
Ese día a eso de las cuatro de la tarde salí de mi
apartamento en busca de mis cosas.
Siempre he tenido un don para el crimen, mejor dicho,
un don para resolverlo. Solía escaparme de clases de lingüística sólo para ir
con unos conocidos de la policía a ver y aprender cómo se desenvolvían. Siempre
me gustó eso. El olor a café combinado con sangre en las escenas del crimen,
aunque un poco grotesco, maravilloso de verdad. Era el ambiente en el que deseaba
estar, era lo que de verdad me llenaba. Mi pasión.
Por eso analicé mentalmente todo lo que pude antes de
ir a verla, a ella, a la malvada.
Sabía que algo estaba mal, digo, ¿cómo no iba a
estarlo? ¡Una total desconocida roba todos tus objetos de valor (incluyendo tus
pantalones) justo después de acostarse contigo, para luego tener el descaro de
dejarte una nota con una dirección ofreciéndote devolverlas! Todo podía estar
mal, y sin embargo no podía evitar ir, la curiosidad me estaba matando, pero
había algo más, un “algo” que me impulsaba.
Sus ojos me impulsaban.
La cruz en mi bolsillo no paraba de temblar. No soy un
hombre religioso, pero la tengo como un amuleto. Extrañamente eso fue lo único
que ella no se llevó.
Crucé la calle, los carros pasaban a mis costados de
maneras incompresibles, la ansiedad subía.
Era un edificio derruido, aunque habitado. Parecía
salido de una película antigua. Estaba grasiento, con basura a los alrededores.
El viento soplaba trayendo consigo un olor nauseabundo, una combinación entre
basura, cloacas rotas y tabacos de mala calidad.
Era un barrio de brujos. Gitanos para ser preciso.
Ahora tenía sentido la rara decoración del vecindario,
entre luces estroboscópicas y ojos de tarot. No me extrañaba.
Lo que temblaba no era mi cruz, era mi pierna.
Estaba asustado, cansinamente nervioso, hasta que ella
apareció.
Salió por la puerta del derruido edificio.
-¿No vas a pasar? Llevas media hora frente a la
puerta.-Dijo ella, con un suave pero contundente tono de voz.-
-Lo siento, estoy con una resaca de mil demonios. Pero
me siento extrañamente bien luego de verte.
-Basta, que me enamoras.
-Te enamoraré las veces que quieras si eso te hace
devolverme mis pertenencias.
-Sube, corazón.
De forma casi mágica el edificio no era lo que
aparentaba ser por fuera, en realidad estaba bastante pulcro. Se percibía un
olor a detergente de frambuesa mientras subía unas escaleras de caracol que
parecían infinitas. Las paredes eran de un marrón bastante oscuro y había
lámparas como salidas de una mansión embrujada de la época victoriana colgadas
del techo. Me reí internamente.
Ella caminaba frente a mí, no podía dejar de verle los
muslos y esas nalgas bien formadas que apreté hasta el cansancio la noche
anterior.
Vivía en el piso tres.
Calle Flower and Dean, edificio Ripper, piso tres,
apartamento 15.
Al llegar al lugar pude notar el aroma a pólvora del
aire.
-¿Coleccionas armas o me vas a matar?
-Puede ser una, puede ser la otra. –Con un tono
juguetón.
-¿Por qué no ambas?
-Si no te lo digo, las cosas serán más interesantes.
La sala del apartamento se veía pulcra, pintada de un
color gris un tanto punzante para la vista. En medio de esta se hallaba
acomodado un sillón común, de tres asientos y cojines de algodón y fieltro
color marrón, frente a un viejo televisor de tubos CRT. Entre estos dos objetos
estaba colocada una mesa de madera barnizada donde cualquiera podría caber
entero si se acostase en posición fetal. A un costado, pero encima de la
mesilla, se encontraba una lámpara de aceite que parecía salida de un cuento de
Verne, y a su lado había un libro marcado cerca de un cenicero con unas cuantas
colillas. Si seguías adelante y cruzabas a la izquierda te podías encontrar con
la cocina, había un hoyo cuadrado donde podría estar una ventana, que conectaba
la cocina con la sala y le daba ese ambiente cálido y sencillo de una casa de
soltera, era realmente acogedor, pero el olor a pólvora seguía sin convencerme.
Me senté en el sillón y tomé el libro sin preguntar.
-“Pensamientos de un Ángel trasnochado” de Montserrat
Ugas. No conozco a esta autora, ¿de qué trata?
-Es española. El libro es una recopilación de
monólogos y poemas que le dedicó a su pareja cuando estaban juntos.
-No es mi tipo de literatura, pero me interesa.
-¿Vamos a convertir esto en tu Clubsito de Literatura?
–Dijo ella, prepotente.
-Podemos convertir esto en lo que tú quieras.
-¿Qué te parece un asesinato?
-Esa idea es muy interesante.
Mi corazón latía fuerte en el momento en el que ella
sacó ése revólver.
Sabía lo que tenía que hacer pero mis piernas no se
movían. El sonido del engranaje del martillo me hizo salir de mi paralizante
miedo. Corrí con todas mis fuerzas, como alma que lleva el Diablo, hacia ella.
Tomé la mano que sostenía el revólver y la giré hacia arriba mientras que, con
mi mano libre, apartaba su cara para que no viese lo que hacía. En ese instante
apreté el martillo hacia atrás como pude y presioné suave y lentamente el
gatillo, haciendo que el arma se descargase. Lancé el revólver lejos de
nosotros, tomé a Mary por los hombros, y con un brusco gesto la tumbé en el
sofá y me puse encima de ella.
-Si hubieses tenido la intención de disparar lo
hubieras hecho en el momento que corrí, o en el que te atrapé.
-Nunca quise hacerlo, quería ver tu reacción, pequeño
compulsivo. –Dijo, en tono juguetón.
-Calla.
Me enojé.
Comencé a besarla.
El deseo desenfrenado no paró. Hicimos el amor toda la
tarde. Pero todo eso significó a su vez nada.
Me despedí, tomé mis cosas, y me fui.
Y a la vez siempre volvía.
Fue un ciclo, un ciclo de mil años. Lo recuerdo
perfectamente.
El hecho de que portara un arma nunca me importó. El
hecho de que la viera a veces entrando al edifico con carteras, relojes,
collares y cualquier otro tipo de artefacto de valor dejaba de importarme cada
vez que la veía a los ojos.
Yo siempre regresaba, a pesar de que sabía que todo
iba mal, y en un abrir y cerrar, ella se convirtió en mi todo.
Dejé de asistir a ciertas clases, iba con menos
regularidad a la policía.
Y, como acostumbraba, una tarde fui a la puerta número
15. Llamando con ese acostumbrado toc-toc de dos negras y tres corcheas que
ella y yo teníamos como clave.
-No deberías estar aquí-Respondió ella abriendo la
puerta.-
-Por lo menos déjame pasar a tomarme un café y luego
me iré.-
-En serio no deberías estar aquí.-
-No me jodas Mary.-
Entré a paso autoritario, llegué a considerar esa como
una segunda casa. El mismo olor a pólvora de siempre, más fuerte de lo
acostumbrado. Y un olor familiar pero diferente en el ambiente. Era sudor, un
sudor combinado con un perfume de hombre que era diferente al mío. Pero que era
totalmente reconocible para mí.
Me serví el café, con un ceño fruncido que delataba
mis corazonadas, y me senté en el sofá. El cual tenía esa profunda y grotesca
esencia a sudor combinada con ese perfume familiar.
En la mesa donde se encontraba el libro (que ya no
estaba) se encontraba un anillo conocido. El león de las siete colas. El Club
de Literatura.
Lo tomé y me levanté. Pegué un golpe a la pared.
-Salga de allí, Sir Kingston.-Dije al vacío.-
El bigotón salió todo desaliñado con una expresión
entremezclada de burla, sorpresa y conmoción.
-¿Alguna vez le he dicho que tiene un olfato
excelente, Marqués Arlington? Parece usted un perro.
-Cuánta gracia, déjeme decirle.
Le pegué un puñetazo en la nariz al muy idiota. Del
otro lado, al instante, la susodicha me apuntaba con un arma.
-Te dije que no podías estar aquí.-Dijo apretando el
martillo.
-Ya lo sé. ¿Al menos puedo terminar mi café?-Dije
irónicamente.-
Ella no respondió, sólo esperó a que lo hiciera.
Sus intenciones eran las de disparar, porque la
conocía, la conozco. La conozco mejor que nadie.
Todas las charlas, conversaciones, uniéndonos poco a
poco, el hecho de que nos abriésemos el uno al otro, en intimidad, en
imaginación, tal vez en alma...
Pero tomé a gracia la situación, prendí un cigarrillo
y sonreí de forma cínica.
Me fui de ese apartamento para nunca volver.
Y de nuevo me enamoré de mi actual profesión. Tratando
de olvidar a Norton, maldita Norton. Aunque eso nunca se logró.
Mis sospechas eran ciertas, las prendas que ella
llevaba cada tarde eran de hombres como yo que cayeron ante ella.
Era su simple pasatiempo, ella vivía de las drogas.
Eso también siempre lo supe, era la dealer
más buscada de todo su barrio.
Pero todo cambió con Henry Kingston, por supuesto. Él,
como yo, también era un aficionado al crimen.
Pero del lado opuesto de éste.