domingo, 2 de abril de 2017

LA BIBLIA MECÁNICA: CAPÍTULO UNO, EL CASO NORTON



CAPÍTULO UNO, EL CASO NORTON

I

-No estamos en una competencia por ver quién se gana a la chica, Sir Kingston.

-Por favor, basta de cordialidades, llámeme por mi nombre.

Practicábamos una danza extraña mientras nos veíamos el uno al otro con espada y revólver en mano, respectivamente. Hacíamos círculos caminantes mientras paseábamos la vista a los alrededores. Una habitación semi-iluminada por una chirriante lámpara de gas que colgaba sobre nuestras cabezas. Una mesa de té con varias tazas encima y una tetera justo en el centro, donde me disponía a tomar la merienda. Nunca supe de verdad por qué acostumbraba a hacerlo, quizá hábitos de relaciones pasadas.

-Prefiero la cordialidad ante todo, Sir Henry. ¿Me puede decir dónde se encuentra Mary en estos momentos?

-Usted lo sabe de forma acertada, Thomas.

-Detective Thomas para usted.-Decía mientras con mi mano libre prendía un cigarrillo un poco desbaratado por tanto ajetreo.-

-No es saludable fumar, “Detective Thomas”.- Dijo en tono burlesco.-

-Su extraña acentuación en mi nombre me resulta un poco insultante.

-¿Su nombre es un insulto?

-Basta de palabras.

La extraña danza empezó su clímax en el momento en que presioné mi gatillo. Tomé una bocanada de mi viejo vicio mientras Sir Henry golpeaba mi mano, esquivando la bala como si fuera una simple pelota de tenis salida del campo. En medio de su distracción lancé una de las sillas de mi mesa de té hacia él, le tumbé hacia el suelo levantando una pequeña capa de polvo y apunté mi arma contra su quijada, mientras soltaba el humo en su cara.

-¿Dónde se encuentra Mary?-Dije con una sonrisa de oreja a oreja.

-En la fuente, bribón. –Mientras escupía hacia un costado.-

-Qué falta de respeto.

Rompí mi camisa preferida, y até sus manos con una excusa de cuerda hecha con los restos de tela, atrás de su espalda.

-¿No es más fácil matarme, “Detective Thomas”? –Dijo, en una interrogación desafiante.-

-No me gusta ensuciarme las manos.

Como es de suponer, ya sabrán mi nombre por todo lo acontecido. Pero me presento de nuevo: Mi nombre es Thomas Arlington, soy detective privado de profesión, (y también por pasatiempo). El canalla al que acabo de aprisionar se llama Sir Henry Kingston, un disque noble, alto, de cabellos dorados y mostacho gigante. Siempre usa un saco a pesar de ser época de verano.

Mary Norton es por quién nos debatíamos. ¿En realidad era así? 

Es una engatusadora que no sabe lo que quiere, y sin embargo caí en el juego a pesar de estar consciente de ello.

La conocí una noche de juerga con unos compañeros del club de literatura, hace unos tres años. Distinguidos por ser extraños a la luz pública, teníamos cada uno un sobrenombre: títulos nobles del antiguo continente, mayoritariamente empleados hacia finales del siglo XIX. Solíamos usar un anillo distintivo, el león de siete colas en representación de las siete artes.

Sir, Chevalièr, Marqués, Barón, entre otros títulos de culturas entremezcladas que, de alguna forma, representaban los gustos literarios e ideas extravagantes que volaban en nuestro pensar.

Me apodaban Marqués Arlington; era una estupidez que nos encantaba. Nos sentíamos poderosos, merecedores de riquezas, de sabiduría, creíamos que el mundo era nuestro, yo me sentía así. Asegurábamos que la multitud a nuestro alrededor estaba totalmente ciega, sumida en ideas superficiales e inventos de belleza barata mientras nosotros teníamos la verdad. Estaba convencido de que el mundo era mío y que nada podía detenerme.

Pero no fue así.

En medio de la borrachera, se posó en mí una mirada inusual, perversa y misteriosa, pero también horriblemente hermosa. Era ella, Mary Norton, invitándome a beber unas copas.

Recuerdo la noche, el olor a sudor impregnado en el aire, las luces estrambóticas en medio de una música ensordecedora y sus distintivos olores acompañantes de cigarrillos, alcohol y marihuana. Junto a algunas otras fragancias picosas que jamás había olido en mi vida.

Luego de varios tragos Mary y yo fuimos a parar a un lugar solitario, donde nos hicimos de los lugares más escondidos del otro.

Me desperté al otro día en el baño del bar sin pantalones, la muy maldita me quitó todo. Pero dejó una nota “Si quieres recuperar tus pertenencias ven a ésta dirección.”

Desde el primer momento supe que Mary no era de fiar, pero era una engatusadora, como ya lo dije.

Ese día a eso de las cuatro de la tarde salí de mi apartamento en busca de mis cosas.

Siempre he tenido un don para el crimen, mejor dicho, un don para resolverlo. Solía escaparme de clases de lingüística sólo para ir con unos conocidos de la policía a ver y aprender cómo se desenvolvían. Siempre me gustó eso. El olor a café combinado con sangre en las escenas del crimen, aunque un poco grotesco, maravilloso de verdad. Era el ambiente en el que deseaba estar, era lo que de verdad me llenaba. Mi pasión.

Por eso analicé mentalmente todo lo que pude antes de ir a verla, a ella, a la malvada.

Sabía que algo estaba mal, digo, ¿cómo no iba a estarlo? ¡Una total desconocida roba todos tus objetos de valor (incluyendo tus pantalones) justo después de acostarse contigo, para luego tener el descaro de dejarte una nota con una dirección ofreciéndote devolverlas! Todo podía estar mal, y sin embargo no podía evitar ir, la curiosidad me estaba matando, pero había algo más, un “algo” que me impulsaba.

Sus ojos me impulsaban.

La cruz en mi bolsillo no paraba de temblar. No soy un hombre religioso, pero la tengo como un amuleto. Extrañamente eso fue lo único que ella no se llevó.

Crucé la calle, los carros pasaban a mis costados de maneras incompresibles, la ansiedad subía.

Era un edificio derruido, aunque habitado. Parecía salido de una película antigua. Estaba grasiento, con basura a los alrededores. El viento soplaba trayendo consigo un olor nauseabundo, una combinación entre basura, cloacas rotas y tabacos de mala calidad.

Era un barrio de brujos. Gitanos para ser preciso.

Ahora tenía sentido la rara decoración del vecindario, entre luces estroboscópicas y ojos de tarot. No me extrañaba.

Lo que temblaba no era mi cruz, era mi pierna.

Estaba asustado, cansinamente nervioso, hasta que ella apareció.

Salió por la puerta del derruido edificio.

-¿No vas a pasar? Llevas media hora frente a la puerta.-Dijo ella, con un suave pero contundente tono de voz.-

-Lo siento, estoy con una resaca de mil demonios. Pero me siento extrañamente bien luego de verte.

-Basta, que me enamoras.

-Te enamoraré las veces que quieras si eso te hace devolverme mis pertenencias.

-Sube, corazón.

De forma casi mágica el edificio no era lo que aparentaba ser por fuera, en realidad estaba bastante pulcro. Se percibía un olor a detergente de frambuesa mientras subía unas escaleras de caracol que parecían infinitas. Las paredes eran de un marrón bastante oscuro y había lámparas como salidas de una mansión embrujada de la época victoriana colgadas del techo. Me reí internamente.

Ella caminaba frente a mí, no podía dejar de verle los muslos y esas nalgas bien formadas que apreté hasta el cansancio la noche anterior.

Vivía en el piso tres.

Calle Flower and Dean, edificio Ripper, piso tres, apartamento 15.

Al llegar al lugar pude notar el aroma a pólvora del aire.

-¿Coleccionas armas o me vas a matar?

-Puede ser una, puede ser la otra. –Con un tono juguetón.

-¿Por qué no ambas?

-Si no te lo digo, las cosas serán más interesantes.

La sala del apartamento se veía pulcra, pintada de un color gris un tanto punzante para la vista. En medio de esta se hallaba acomodado un sillón común, de tres asientos y cojines de algodón y fieltro color marrón, frente a un viejo televisor de tubos CRT. Entre estos dos objetos estaba colocada una mesa de madera barnizada donde cualquiera podría caber entero si se acostase en posición fetal. A un costado, pero encima de la mesilla, se encontraba una lámpara de aceite que parecía salida de un cuento de Verne, y a su lado había un libro marcado cerca de un cenicero con unas cuantas colillas. Si seguías adelante y cruzabas a la izquierda te podías encontrar con la cocina, había un hoyo cuadrado donde podría estar una ventana, que conectaba la cocina con la sala y le daba ese ambiente cálido y sencillo de una casa de soltera, era realmente acogedor, pero el olor a pólvora seguía sin convencerme.

Me senté en el sillón y tomé el libro sin preguntar.

-“Pensamientos de un Ángel trasnochado” de Montserrat Ugas. No conozco a esta autora, ¿de qué trata?

-Es española. El libro es una recopilación de monólogos y poemas que le dedicó a su pareja cuando estaban juntos.

-No es mi tipo de literatura, pero me interesa.

-¿Vamos a convertir esto en tu Clubsito de Literatura? –Dijo ella, prepotente.

-Podemos convertir esto en lo que tú quieras.

-¿Qué te parece un asesinato?

-Esa idea es muy interesante.

Mi corazón latía fuerte en el momento en el que ella sacó ése revólver.

Sabía lo que tenía que hacer pero mis piernas no se movían. El sonido del engranaje del martillo me hizo salir de mi paralizante miedo. Corrí con todas mis fuerzas, como alma que lleva el Diablo, hacia ella. Tomé la mano que sostenía el revólver y la giré hacia arriba mientras que, con mi mano libre, apartaba su cara para que no viese lo que hacía. En ese instante apreté el martillo hacia atrás como pude y presioné suave y lentamente el gatillo, haciendo que el arma se descargase. Lancé el revólver lejos de nosotros, tomé a Mary por los hombros, y con un brusco gesto la tumbé en el sofá y me puse encima de ella.

-Si hubieses tenido la intención de disparar lo hubieras hecho en el momento que corrí, o en el que te atrapé.

-Nunca quise hacerlo, quería ver tu reacción, pequeño compulsivo. –Dijo, en tono juguetón.

-Calla.

Me enojé.

Comencé a besarla.

El deseo desenfrenado no paró. Hicimos el amor toda la tarde. Pero todo eso significó a su vez nada.

Me despedí, tomé mis cosas, y me fui.

Y a la vez siempre volvía.

Fue un ciclo, un ciclo de mil años. Lo recuerdo perfectamente.

El hecho de que portara un arma nunca me importó. El hecho de que la viera a veces entrando al edifico con carteras, relojes, collares y cualquier otro tipo de artefacto de valor dejaba de importarme cada vez que la veía a los ojos.

Yo siempre regresaba, a pesar de que sabía que todo iba mal, y en un abrir y cerrar, ella se convirtió en mi todo.

Dejé de asistir a ciertas clases, iba con menos regularidad a la policía.

Y, como acostumbraba, una tarde fui a la puerta número 15. Llamando con ese acostumbrado toc-toc de dos negras y tres corcheas que ella y yo teníamos como clave.

-No deberías estar aquí-Respondió ella abriendo la puerta.-

-Por lo menos déjame pasar a tomarme un café y luego me iré.-

-En serio no deberías estar aquí.-

-No me jodas Mary.-

Entré a paso autoritario, llegué a considerar esa como una segunda casa. El mismo olor a pólvora de siempre, más fuerte de lo acostumbrado. Y un olor familiar pero diferente en el ambiente. Era sudor, un sudor combinado con un perfume de hombre que era diferente al mío. Pero que era totalmente reconocible para mí.

Me serví el café, con un ceño fruncido que delataba mis corazonadas, y me senté en el sofá. El cual tenía esa profunda y grotesca esencia a sudor combinada con ese perfume familiar.

En la mesa donde se encontraba el libro (que ya no estaba) se encontraba un anillo conocido. El león de las siete colas. El Club de Literatura.

Lo tomé y me levanté. Pegué un golpe a la pared.

-Salga de allí, Sir Kingston.-Dije al vacío.-

El bigotón salió todo desaliñado con una expresión entremezclada de burla, sorpresa y conmoción.

-¿Alguna vez le he dicho que tiene un olfato excelente, Marqués Arlington? Parece usted un perro.

-Cuánta gracia, déjeme decirle.

Le pegué un puñetazo en la nariz al muy idiota. Del otro lado, al instante, la susodicha me apuntaba con un arma.

-Te dije que no podías estar aquí.-Dijo apretando el martillo.

-Ya lo sé. ¿Al menos puedo terminar mi café?-Dije irónicamente.-

Ella no respondió, sólo esperó a que lo hiciera.

Sus intenciones eran las de disparar, porque la conocía, la conozco. La conozco mejor que nadie.

Todas las charlas, conversaciones, uniéndonos poco a poco, el hecho de que nos abriésemos el uno al otro, en intimidad, en imaginación, tal vez en alma...

Pero tomé a gracia la situación, prendí un cigarrillo y sonreí de forma cínica.

Me fui de ese apartamento para nunca volver.

Y de nuevo me enamoré de mi actual profesión. Tratando de olvidar a Norton, maldita Norton. Aunque eso nunca se logró.

Mis sospechas eran ciertas, las prendas que ella llevaba cada tarde eran de hombres como yo que cayeron ante ella.

Era su simple pasatiempo, ella vivía de las drogas. Eso también siempre lo supe, era la dealer más buscada de todo su barrio.

Pero todo cambió con Henry Kingston, por supuesto. Él, como yo, también era un aficionado al crimen.

Pero del lado opuesto de éste.