EL CRIMEN PERFECTO DE NICOLÁS
HELMERTZ
Nicolás Helmertz había pasado su vida entera intentando
descubrir el crimen perfecto. De qué manera hacerlo, de qué manera él podía
asesinar, robar o incluso simplemente jugar una travesura sin que lo
descubrieran.
El encontró su respuesta.
Helmertz era una persona estudiada, de pocos amigos; los
contaba en una mano. No hablaba mucho, sólo lo necesario. Parlanchín al
parrandear solamente. Sociable, una contradicción. Siempre conocía nuevas
personas, él caía bien, pero como mencioné. Sólo pocos amigos de verdad.
Su infancia estuvo llena de terrores, de terrores
fantásticos. Tenía pesadillas, pero estas pesadillas más allá de causarles el
susto del momento, le daban curiosidad. “¿Por qué tuve esa pesadilla?” “¿A qué
se debió?” Y su mente formulaba preguntas y encontraba respuestas por sí mismo.
Pésimo en los números como sólo él lo era. Era capaz de
descifrar un problema o un acertijo usando sólo la lógica. Su vida estuvo llena
de contradicciones. Lo está.
“El crimen perfecto” Nicolás nunca tuvo deseos de herir a
nadie, nunca tuvo deseos de robarle a nadie. Simplemente era otra pregunta de
esas que tanto volaban por su mente. Pero ésta era la pregunta principal, la
pregunta obsesiva. El meollo de su vida.
Iba por la tarde caminando, apaciblemente, en su mundo
completamente. Cuando vio algo que lo intrigó, una pareja discutiendo. El novio
había descubierto un engaño de la novia. Ella intentaba ocultarlo lo mejor que
podía, pero él lo sabía todo. Le explicó las maneras de cómo lo descubrió,
buscar, recolectar esa información. Usando la lógica, de una manera tan calmada
como soberbia. Cegado de ira pero con los suficientes tornillos como para averiguar
tal engaño. ¿Mensajes? ¿La forma de hablar? La de expresarse.
En ese momento Helmertz descubrió que no había un crimen
perfecto. Aunque en realidad sí lo había; el crimen perfecto no era hacer un
mal sin que te descubran. El crimen perfecto es descubrir los crímenes de los
demás.
Sus respuestas flotaron y flotaron. Y extasiado salió
corriendo a su casa.
Escribió y escribió, se percató de todo, pudo concebir lo
que era en realidad el crimen perfecto en su totalidad.
Se obsesionó con la idea. Y resolvía misterios, crímenes,
de aquí a allá. Cosas pequeñas, insignificantes. La deuda mal pagada de los
padres de su amigo. El engaño de la novia del otro. “¿Dónde se quedaron las
llaves del carro?”
Por primera vez en su vida, Nicolás Helmertz estaba feliz
en su totalidad. Más allá de sólo ayudar a la gente, era un beneficio propio.
En ese momento se dio cuenta de que la gente hace cosas buenas por su propia
satisfacción. Que todo es egoísmo, aunque él ya se había dado cuenta
anteriormente. Ese era otro crimen perfecto.
Nicolás Helmertz llegó al borde de la locura. Obsesionado
totalmente con la idea de descubrir a otros, empezó recolectando piezas de
otros casos. Asesinatos, robos, de todo tipo.
Los resolvió y resolvió, pero ninguno le satisfizo. Aun
cuando la gente le agradecía.
Nicolás Helmertz entonces vio el propósito de su vida una
vez más.
Hubo repentinamente un nuevo caso de asesinato, un
muerto. Otro más. Y otro, eran tres en total.
Cada uno con las mismas marcas, cada uno con el mismo
modus operandi. Era el crimen que resolvería Nicolás Helmertz, era el crimen
que lo satisfacería de una forma completa. El crimen perfecto que sólo él
haría. El descubrimiento.
Noches pasaban para el joven detective, o el joven
criminal. “Descubrir, descubrir. ¡Sacarlos a la luz! ¡Mi crimen perfecto!”
Gritaba extasiado mientras trabajaba con los policías, quienes ya estaban
acostumbrados a su manera de ser. El ciudadano que lo conocía todo, el Dios de
los crímenes, el detective loco. Apodos y apodos, de manera cariñosa.
“Jeremías 17:5” El pasaje de la biblia que marcaba el
atroz siguiente homicidio.
Nicolás gritaba, gritaba el pasaje. Mientras iba en su
moto con los policías a los costados “¡Maldito
el hombre que en el hombre confía, y hace de la carne su fortaleza, y del señor
se aparta su corazón!”
Al
llegar al escenario del crimen Nicolás Helmertz vio todo, todos lo vieron.
No
había nadie, no aún.
Estaban
todos los instrumentos. El pasaje de la biblia marcado de una forma extraña sobre
la pared, con la sangre de sus anteriores víctimas. Había una mesa con
diferentes tipos de guadañas, cuchillos, machetes.
Nicolás
Helmertz lo vio todo.
“¡Al
fin resolví el crimen perfecto! ¡Al fin pude completar mi crimen perfecto!”
Gritó Nicolás Helmertz entre la multitud de oficiales y detectives que estaban
junto a él.
Caminó
a paso acelerado a uno de las guadañas, y la tomó. La vio, de una manera
morbosa, se dio vuelta.
“Mi
crimen perfecto se cumplió, amigos míos. Ya sé quién es el asesino, y ya sé
quién también es la próxima víctima.”
Todos
los oficiales se miraron formulando con los ojos un rotundo “¿Quiénes?”
“¡Yo!”
Gritaba
Nicolás Helmertz, en medio de su gran risa, mientras clavaba la guadaña en sus
intestinos. Haciendo los mismos cortes que el asesino.
“¡Mi
crimen perfecto está completo!” Gritaba y se regodeaba de su gloria, mientras
aún estaba ahí parado, regurgitando sangre, riéndose desquiciadamente en la
cara de los atónitos oficiales. Y al final dio el golpe de gracia.
Un
corte en el cuello.
Nicolás
Helmertz murió a la edad de veinticinco años.
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